Genealogía: De la historia oral a la historia documental

En estos días, invade mi memoria el brillo de los cucubanos (luciérnagas) sobre los matojales que rodeaban el estrecho camino de tierra que conducía a la antigua casa de mis abuelos maternos, lugar donde nació y se crio mi madre. El lugar exacto de la finca de café y frutos menores no lo recuerdo muy bien, pero sí sé que ubica en el barrio Palmarito del pueblo de Corozal.

Aunque crecí en la ciudad de Bayamón, mi conexión con el campo fue siempre constante. Casi todos los domingos viajaba a Corozal en el Jeep rojo de mi papá, junto a mi mamá y mis hermanas. Visitábamos a mis abuelos maternos, quienes ya vivían en otra casa adaptada para la silla de ruedas en la que se desplazaba mi abuelo. Más tarde, comíamos en casa de alguna de mis tías y jugábamos largas horas con nuestros primos.

Lo más que me gustaba de ir a Corozal era visitar la antigua finca de mis abuelos. A fines de la década de 1970, la propiedad estaba en manos de otros familiares que habían dado permiso a mis padres para visitarla y tomar de allí los alimentos que necesitáramos. En fin, la familia extendida compartía la riqueza de la tierra con nosotros en momentos de necesidad económica.

Al llegar a la entrada del terreno, mi papá abría el improvisado portón de alambre de púas. Tan pronto mis hermanas y yo bajábamos del Jeep rojo, corríamos por el campo. Esa sensación de libertad en contacto con la naturaleza nunca la olvidaré. Conocíamos bastante bien los rincones más apartados de la finca, en especial un manantial del que emanaba agua limpia, fría, sabrosa. El paladar reclamaba el dulzor de la guayaba, la acerola, el mangó… También saboreábamos fresas silvestres. En la finca se sembraban plátanos, guineos, hortalizas, yautías, ñames, yucas, batatas… en fin, todo lo que uno encuentra en una plaza del mercado.

Pasábamos horas jugando bajo la sombra del húmedo cafetal. En varias ocasiones, ayudamos a recoger el fruto maduro del café y participamos del proceso de su elaboración artesanal hasta obtener el grano listo para su consumo. Estas vivencias cafetaleras incluyen la no tan grata experiencia de encuentros demasiados cercanos con el “abayarde” (albayalde). A ese colorado, bravo y minúsculo insecto, siempre me lo imaginé con una boca gigante, pues cuando pica, parece que muerde.

Mi mamá, machete en mano, empezaba a desyerbar cuanto matojal se le cruzara en el camino. Mi papá también sacaba su machete para desyerbar. Si no tenía un garabato para asir las hierbas, fabricaba uno con una rama de guayabo. Mientras desyerbaban, mi mamá comenzaba a narrarnos historias de su niñez en la finca. Nos explicaba cómo diariamente había que ir a buscar agua al manantial y cargarla en latas hasta la casa. Contaba las veces que había que recoger madera seca que sirviera de leña para el fogón, pues no tenían estufa. La ropa se lavaba a mano, en el río. De noche, las velas, el quinqué y la luna eran la única iluminación…

Definitivamente, no hay mejor forma de viajar a través del tiempo que escuchar atentamente la historia oral de la familia. No hay libro que recoja mejor el pasado histórico de tu familia que las narraciones de los más viejos. En mi caso, la vida del campesinado puertorriqueño durante la década de 1940 transcurre en mi mente como una película gracias a la historia oral de mis antepasados.

Para obtener un cuadro más completo del pasado familiar, a la historia oral se le suma la historia documental. En el caso de la genealogía, podemos hacer uso de registros demográficos,[1] archivos de iglesias, censos poblacionales[2] y documentos personales (pasaportes, identificaciones). Los periódicos, revistas y otras publicaciones relacionadas con eventos que impactaron a la familia pueden ser una buena fuente de información. De igual forma, pueden servir las fotografías y las grabaciones de audio y video en las que aparezcan miembros de la familia. Asimismo, diversos objetos (muebles, joyas, libros) pertenecientes a nuestros antepasados pueden revelar la historia familiar.

En el caso de mis abuelos maternos, más allá de la historia oral y las fotografías familiares, he investigado documentos de carácter demográfico como son las actas de nacimiento, matrimonio y defunción. Con esos documentos he podido descubrir información de mis antepasados desde finales del siglo 18. También he obtenido información de censos poblacionales. A modo de ejemplo, les mostraré cómo un solo documento puede ayudar a reconstruir parte de la historia de una familia.

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Familia Díaz Díaz en el Censo de 1940 (ver líneas 15 a la 20)

Comparto aquí una imagen del Censo de Estados Unidos correspondiente al año de 1940.[3] En ella está registrado el núcleo familiar de mis abuelos maternos (ver líneas número 15 a la 20 del documento). Según el censo, mi abuelo José de la Paz Díaz y Díaz era el jefe de familia, tenía 36 años, era natural de Corozal, Puerto Rico, y era empleado a jornal como labrador en una finca de frutos menores. Del documento se desprende que mi abuelo era una persona analfabeta, pues no sabía leer ni escribir. También se revela que no sabía hablar inglés. En el censo se indica que mi abuela, Cecilia Díaz de Díaz tenía 35 años, era natural de Corozal y estaba legalmente casada con mi abuelo. Se informa, además, que Cecilia sabía leer y escribir, pero no hablaba inglés.[4] Según el documento, la pareja vivía con sus hijos en el barrio Palmarito de Corozal, en colindancia con el barrio Cañabón del pueblo de Barranquitas. La casa que habitaban tenía un valor en el mercado de 6 dólares, pero no eran dueños de la casa. Tampoco pagaban alquiler, sino que vivían como “agregados”.[5] De ahí que el valor de propiedad esté tachado, pues mis abuelos no eran dueños de la casa, por lo que no podían disponer de la misma.

Según el censo de 1940, el cuadro familiar lo completan mi tía Anicasia (tití Casia) de 9 años, mis tíos José Ramón (7 años) y José Gregorio (4 años), y mi madre, Margarita (2 años). Al analizar el documento, me llamó la atención que mis tíos mayores, a pesar de contar con 9 y 7 años respectivamente, no asistían a la escuela. En una economía de subsistencia, era normal que los niños ayudaran a sus padres en la agricultura y en las tareas domésticas. Además, en esa época gran parte de los barrios de difícil acceso en el área montañosa de la Isla no contaban con escuelas públicas. Según me ha contado mi madre, tanto ella como sus hermanos llegaron a ir a la escuela primaria por varios años, pero luego se dedicaron al cultivo y recolección del café y frutos menores.

Como se puede apreciar, la historia oral ofrece una serie de datos que no aparecen en otras fuentes. Asimismo, la historia documental complementa los testimonios y memorias de la familia, proveyendo información más precisa y detallada. En este breve relato convergen mis recuerdos, las narraciones de mi madre y la información que provee un solo documento histórico. Obviamente, a mayor cantidad de documentación y de entrevistas a familiares, más completo será el árbol genealógico. Esto es solo un ejemplo de esas posibilidades. Espero que esta sencilla reflexión sirva de inspiración a mis estudiantes y a mis lectores para investigar el pasado de su entorno familiar y así descubrir su propia historia.

Notas

[1] El portal de Family Search https://www.familysearch.org/ ofrece imágenes digitales de libros de registros demográficos y archivos eclesiásticos de muchos países. En el caso de Puerto Rico, incluye documentos del Registro Demográfico desde el siglo 19. Se incluyen actas de nacimiento, matrimonio y defunción. El uso de esta página digital es libre de costo.

[2] Los documentos del Censo de Estados Unidos también son públicos. En este enlace se consiguen en formato digital: https://www.census.gov/  Los censos del siglo 20 incluyen a Puerto Rico por su relación colonial con Estados Unidos desde 1898. Los mismos están disponibles en formato digital en Family Search. El censo de 1940 con datos sobre la población en Puerto Rico divididos por municipio también se encuentra en el siguiente enlace: https://1940census.archives.gov/search/?search.census_year=1940&search.city=&search.county=&search.page=1&search.result_type=image&search.state=PR#searchby=location&searchmode=browse&year=1940

[3] Estados Unidos, Departamento de Comercio, Oficina del Censo. Censo decimosexto de Estados Unidos: 1940; Población de Puerto Rico, Municipio de Corozal, barrio Palmarito; Distrito núm. 4-12; Hoja 13-A; enumerado por Jaime Ibáñez Bou el 15 de abril de 1940. Para una imagen más clara, refiérase al documento digital que está disponible en el siguiente enlace: http://1940census.archives.gov/search/?search.census_year=1940&search.city=&search.county=Corozal%20County&search.page=2&search.result_type=image&search.state=PR&search.street=#filename=m-t0627-04595-00587.tif&name=4-12&type=image&state=PR&index=25&pages=35&bm_all_text=Bookmark

[4] Este dato podría ejemplificar la resistencia del puertorriqueño al uso del idioma inglés, pues durante los primeros 50 años de dominación estadounidense en Puerto Rico la enseñanza en las escuelas públicas era totalmente en ese idioma. Si mi abuela materna había acudido a la escuela, su educación debió haber sido en lengua inglesa. Manifestar al oficial del censo que no hablaba inglés puede ser una señal de resistencia hacia ese idioma, ya fuese por parte de mi abuela o por parte de los maestros que tuvo. Hay que recordar que había maestros de escuelas públicas que se negaban a enseñar en inglés.

[5] Vivir como “agregado” implicaba que el campesino llegara a un acuerdo con el dueño de una tierra para hacer uso y disfrute de la misma a cambio de trabajo. Dicho contrato verbal de arrendamiento a cambio de trabajo se asemejaba al sistema socioeconómico europeo de los señores feudales. En muchas ocasiones, el dueño de la tierra dejaba que una familia se asentara en la misma por generaciones. Finalmente, muchas familias terminaban siendo dueñas de parcelas de terrenos que habían habitado por décadas.