«El régimen de la libreta promovía la injusticia hacia el jornalero porque lo ponía a merced de las pasiones del propietario…»
Durante el siglo XIX la agricultura del país sufría de una escasez de mano de obra. El trabajo esclavo, por las restricciones a la trata negrera, era relativamente caro y la contratación de campesinos para realizar labores en la agricultura era difícil, debido a que muchos vivían de una economía de subsistencia. Un campesino que tuviese acceso a un pedazo de tierra podía sostener a su familia con cinco días de trabajo. Al no contar con una visión capitalista del mundo, los campesinos dedicaban al trabajo solo el tiempo necesario para satisfacer necesidades sencillas.[1]
Ya para el 1809, se exponía que el trabajo del jornalero era menos costoso y más productivo que el del esclavo. Por ello, se sugería una petición a España para que se prohibiera en la Isla la práctica de dar o recibir tierras en usufructo y se obligara a la compraventa de las mismas. Así, aquéllos que no pudieran ser dueños, se convertirían en jornaleros.[2]
Bando de Policía y Buen Gobierno
En 1838, el gobernador Miguel López de Baños emitió su Bando de Policía y Buen Gobierno, legislación dirigida a utilizar la coerción directa y extraeconómica de la población campesina para resolver los problemas laborales de la Isla. Para combatir la vagancia, el bando requería a todas las personas libres que no fuesen dueños de tierra suficiente para su subsistencia que buscaran trabajo en tierras de otros. Cada municipio debía llevar un registro de los jornaleros en su jurisdicción. Si un jornalero no trabajaba durante un mes se le declaraba vago y se le obligaba a trabajar en proyectos de obras públicas. En 1839 la ley fue derogada por opresiva e inapropiada.[3]
Régimen de la libreta
Dada la caída de los precios del azúcar y la necesidad urgente de reducir los costos de producción se implantó el régimen de la libreta, cuyo propósito fue incrementar la oferta de mano de obra disponible para los hacendados.[4] El 11 de junio de 1849, el gobernador Juan de la Pezuela promulgó un Reglamento que declaraba jornalero a toda persona mayor de 16 años que, al carecer de industria o capital, debía ejercer labores de agricultura o artes mecánicas para otro a cambio de un salario. El jornalero quedaba obligado a inscribirse ante el juez de su pueblo, a llevar consigo siempre la libreta donde cada propietario anotaría sus labores, conducta y paga, y a estar constantemente trabajando, so pena de condena a labores de obra pública con la mitad de la paga.[5] El estatuto aplicaba a las mujeres, ello para ampliar el número de trabajadoras dispuestas emplearse a jornal en tareas domésticas.[6]
El Reglamento estipulaba que los ayuntamientos concederían a los jornaleros solares gratuitos para la construcción de sus casas y un sorteo anual de 50 pesos entre cada 400 jornaleros como premio por su laboriosidad y honradez. Por otro lado, prohibía a los propietarios aceptar vecinos en calidad de agregados.[7] En la orden se prometía un monte de piedad destinado al jornalero enfermo y a los familiares de este en caso de su muerte; dicha promesa nunca se cumplió.
Efectos del régimen de la libreta
El Reglamento en vez de ser el “instrumento capaz de estimular a los hombres útiles a dedicarse al trabajo”, como se consignaba en el mismo, se convirtió en un sistema de opresión. Dada la ausencia del derecho de asociación, el propietario dominaba el mercado de empleos y, con sus salarios mezquinos, el jornalero se convertía en siervo. Según las Leyes de Indias la jornada diaria de trabajo era de ocho horas, pero en la práctica comenzaba al amanecer y terminaba al anochecer.[8]
Otro de los abusos del régimen de las libretas era que obligaba a los jornaleros a radicarse en unas poblaciones delimitadas por el Estado, que no necesariamente quedaban cerca de su lugar de trabajo. Así lo explica Cruz Monclova:
“Pues, como para 1854, más de 25,000 de sus miembros, después de un éxodo brutal y doloroso, se hallaran radicados ya en las poblaciones, los más de éstos se veían compelidos a recorrer grandes distancias para llegar a las haciendas a ganar su jornal diario. Al paso que los que no habían cumplido dichas prescripciones, eran penalizados a prestar servicios en obras, que con frecuencia se hallaban situados fuera del territorio de su domicilio; si bien no faltaron ocasiones en que la generosidad privada se aprestara a aliviar la triste suerte de los jornaleros.”[9]
Las condiciones de vida la clase jornalera eran muy lamentables. Aunque se había ensanchado la esfera de trabajo, ello no produjo beneficios a los obreros libres. Estos seguían sometidos a un inadecuado régimen de trabajo que nunca ofreció salarios decentes, sino jornales de mera subsistencia, como a principios de siglo. La casa del jornalero era una pequeña choza, pobre y despreciable; su alimentación, insuficiente; su vida, plagada de ignorancia, necesidades y vicios.[10] El régimen de la libreta promovía la injusticia hacia el jornalero porque lo ponía a merced de las pasiones del propietario, que a su vez contaba con el apoyo de los alcaldes. El pago se realizaba en muchas ocasiones con vales que obligaban al jornalero a comprar en tiendas específicas que no necesariamente ofrecían los mejores productos ni los precios más justos. [11]
El régimen de la libreta estuvo vigente por 24 años. El 1868, los revolucionarios de Lares intentaron abolirlo. Sin embargo, no fue hasta 1873, año de la abolición de la esclavitud negra, cuando finalmente se erradicó, dejando en el pueblo puertorriqueño el triste recuerdo de la también llamada “esclavitud blanca”.
Bibliografía
Cruz Monclova, Lidio. Historia de Puerto Rico, Siglo XIX. 6ta edición. Río Piedras: Editorial Universitaria, 1970. Vol. I.
Dietz, James L. Historia económica de Puerto Rico. Río Piedras: Ediciones Huracán, 1989.
Fernández Méndez, Eugenio. Crónicas de Puerto Rico, 7ma edición. San Juan: Ediciones El Cemí, 1995.
García de Serrano, Irma. Manual para la preparación de informes y tesis, 3ra edición. San Juan: Escuela de Administración Pública, Universidad de Puerto Rico, 1967.
García, Gervasio Luis. Armar la historia: la tesis en la región menos transparente y otros ensayos. Río Piedras: Ediciones Huracán, 1989.
Scarano Fiol, Francisco A. Puerto Rico: cinco siglos de historia. México: McGraw-Hill, 2000.
Tapia y Rivera, Alejandro. Mis memorias: Puerto Rico como lo encontré y como lo dejo. San Juan: La Biblioteca, 1990.
Notas
[1] James L. Dietz, Historia económica de Puerto Rico (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1989), 60-61.
[2] Véase el “Informe de Don Pedro Irizarry, Alcalde ordinario de San Juan” en Eugenio Fernández Méndez, Crónicas de Puerto Rico (San Juan: Ediciones El Cemí, 1995), 355, 356, 367.
[3] Dietz, Óp. Cit., 59-60.
[4] Ibíd., 79.
[5] Lidio Cruz Monclova, Historia de Puerto Rico, Siglo XIX (Río Piedras: Editorial Universitaria, 1970), Vol. I, 288-289.
[6] Francisco A. Scarano Fiol, Puerto Rico: Cinco siglos de historia (México: McGraw-Hill, 2000), 479.
[7] Cruz Monclova, Óp. Cit., 289. Los agregados eran campesinos que vivían libremente en tierras ajenas mediante acuerdos con los propietarios de las mismas. Algunos recibían incentivos de jornales, otros debían pagar las contribuciones correspondientes a la tierra. Véase más en Dietz, Óp. Cit., 57-59.
[8] Cruz Monclova, Óp. Cit., 70-71.
[9] Ibíd., 333.
[10] Ibíd, 503-507.
[11] Alejandro Tapia y Rivera, Mis memorias: Puerto Rico como lo encontré y como lo dejo (San Juan: La Biblioteca, 1990), 137-138. Véanse detalles sobre la libreta del jornalero en Cruz Monclova, Óp. Cit., 363, 369-371.