La esclavitud amarilla en Cuba

Introducción

Al estudiar la historia de las plantaciones en Cuba durante el siglo 19, encontramos que la esclavitud africana fue la gran propulsora de la economía azucarera. Sin embargo, hallamos también que durante todo el siglo hubo escasez de mano de obra, a pesar del trabajo esclavo. Una de las soluciones para ese problema fue la introducción de trabajadores libres asalariados provenientes de China. La forma en que inmigraron los llamados culíes chinos fue tan cruel y las condiciones de vida a las que se enfrentaron en las plantaciones cubanas se asemejaron tanto a las de los esclavos africanos, que se podría asegurar que lo que se implantó en Cuba durante la segunda mitad del siglo 19 no fue un sistema de trabajo libre, sino una “esclavitud amarilla”. En este breve trabajo explicaremos las circunstancias que motivaron la trata amarilla, las condiciones de trabajo de esos “asalariados libres” y su aportación a la economía y sociedad cubana.

Según Manuel Moreno Fraginals, la economía de plantaciones en Cuba pasó por dos etapas principales. La primera –desde la introducción de la caña de azúcar hasta mediados del siglo 19– se destacó por la utilización de mano de obra esclava proveniente de África. La segunda etapa –desde la década de 1840– se distinguió por una mayor inversión en maquinaria y, a su vez, por la desintegración del sistema esclavista a causa de la prohibición de la trata. Con la caída del trabajo esclavo emergió la necesidad de contratación del obrero asalariado, con el interés especial de los productores por disponer de una mano de obra compuesta de trabajadores baratos y sumisos. En fin, buscaban un mercado de trabajo estable a un costo de simple subsistencia.[1]

Ante el encarecimiento de la alternativa esclavista y la ilegalidad de la trata, la opción disponible fue la inmigración de obreros asalariados. Entre estos se destacaron los irlandeses y los “isleños” de las Canarias que se dedicaron a la construcción de vías para trenes. Se intentó la trata de blancos con la introducción de trabajo asalariado para catalanes y gallegos, pero los obreros finalmente encontraban tareas de mejor remuneración que el trabajo en el ingenio. Hubo proyectos de colonización de polinesios, culíes de la India, yucatecas, indígenas de Colombia y egipcios, pero no dieron buenos resultados. También se trató de establecer un régimen de trabajo forzado, como la libreta del jornalero en Puerto Rico, que tampoco rindió los frutos esperados.[2]

Otro problema que preocupaba a la clase hacendada cubana era el crecimiento de la población esclava y negra libre en relación con los blancos. Para el Censo de 1841, por primera vez la población negra superaba a la blanca, y la esclava superaba a la libre. Para 1844, hubo movimientos rebeldes de esclavos y negros libres que preocuparon a la clase dominante cubana. Ello, sumado al apreciable nivel de vida alcanzado por los mulatos y negros libres, inquietó a los hacendados, que ya estaban temerosos de que este grupo dirigiera una revolución parecida a la ocurrida en Haití. Todo esto propició el interés del Estado de aumentar la población blanca, por lo que una opción “no negra” como fuerza laboral asalariada sería la alternativa perfecta para resolver ambos problemas.[3]

Reclutamiento de chinos

Los factores antes mencionados propulsaron entonces la incorporación de chinos a Cuba en calidad de trabajadores libres. Esto nos trae la siguiente interrogante: ¿qué sistema de reclutamiento se estableció para importar a estos trabajadores? Se debe subrayar primeramente que los promotores del tráfico de chinos fueron, en su gran mayoría, los mismos que décadas antes financiaban la trata negrera de manera ilegal. Sin embargo, durante varios años estos antiguos negreros no operaron el negocio de importación de chinos directamente, sino que “se constituyeron en simples intermediarios, contratadores y vendedores”.[4] Ahora bien, aunque la trata amarilla fuera legal, sus promotores querían seguir obteniendo grandes ganancias con los mismos métodos de antaño. Esto propició el reclutamiento bajo engaño de los trabajadores chinos, al igual que el abuso en su contra.[5]

En 1847, la Real Junta de Fomento dictó las reglas de inmigración y concedió un asiento a un individuo llamado Julián de Zulutea, que se comprometió a llevar a Cuba 600 chinos. El gobierno de la metrópoli apoyó la iniciativa, pues entendía que los chinos eran “dóciles, laboriosos, frugales, morigerados y duros para las fatigas del cultivo de la caña”.[6] Según Levi Marrero:

“La inmigración de siervos asiáticos, llamados eufemísticamente colonos, fue iniciada como un ensayo de colonización de la Junta, que financió las dos primeras expediciones China-La Habana, a un costo reintegrable de $98,636.”[7]

Los primeros culíes fueron contratados en Manila, a través de comerciantes que tenían los contactos con las casas inglesas Tait & Co. y Syme & Co. que controlaban el embarque de los obreros. En sus comienzos los fondos eran financiados por hacendados y comerciantes, además de la Real Junta de Fomento, como mencionáramos anteriormente. Luego, los bancos comenzaron a financiar un por ciento del costo de los cargamentos. Finalmente, una parte del negocio quedó en manos de los hacendados, que así lograban economizar parte de los costos de intermediarios.[8]

El primer paso en la introducción de esclavos era el “enganche” o captación de emigrantes. Para llevarlo a cabo, los ingleses tenían oficinas o agencias situadas en las ciudades de Hong Kong, Amoy, Cantón, Swatow, Wampoa y Macao. De esta última provino casi el 90% de los chinos que emigraron a las colonias españolas entre 1847 y 1870. Ya en 1846, las agencias trabajaban en la construcción de barracones o depósitos en el puerto de Amoy, en la provincia de Fukién, en donde pernoctarían los emigrantes antes de embarcarse.

Como los comisionados españoles que realizarían el reclutamiento de trabajadores no conocían el país ni el idioma, se vieron obligados a subcontratar los servicios de las agencias inglesas de contratación. Estas, a su vez, contaban con corredores chinos, a quienes llamaban chu chay tau (capataces de cerdos). Estos se encargaban de reclutar a hombres no mayores de 34 años, que fuesen fuertes, habituados a la agricultura, en su mayoría con experiencia en la siembra de té, algodón, trigo y arroz.

Los chu chay tau hablaban inglés y eran muy hábiles. Usando el engaño, prometían a los trabajadores potenciales un viaje al Tay Loy Sun o la Gran España en América, que supuestamente quedaba a pocas millas de distancia de la China, donde en corto tiempo podrían alcanzar grandes riquezas en oro y plata. Los chu chay tau invitaban a sus víctimas a una fiesta del té, donde se les servían bocadillos, dulces y bebidas embriagantes. En ese ambiente se les hacía la propuesta, ofreciéndoles 8 pesos mexicanos como adelanto; cuando los trabajadores aceptaban la suma, se les enviaba al depósito de emigrantes.[9]

Al principio, por cada reclutado el corredor recibía entre 3 y 5 pesos. Luego de varias expediciones, los corredores, con tal de obtener más ganancias, se quedaban con el dinero que debían pagar como adelanto a los emigrantes. No faltaron los que embarcaron trabajadores y, en vez de enviarlos a América, pretendieron abandonarlos en las Indias Occidentales, lo que en muchas ocasiones suscitó sublevaciones y asesinatos contra los capitanes y tripulantes de los buques. También se registraron casos en los que en vez de reclutar trabajadores voluntarios, los corredores realizaron cacerías de hombres a quienes se llevaban por la fuerza, cual bestias salvajes. Hubo señalamientos de diferentes ministros y cónsules sobre estos atropellos, pero no se hizo nada concreto al respecto.[10] Otros casos involucraron la venta de prisioneros políticos, los llamados taipings.[11]

Contratación y travesía

Una vez “enganchados” y llevados a los barracones o depósitos, los trabajadores chinos quedaban a la custodia de guardias que los azotaban si trataban de escapar. Allí se les presentaba el contrato, cuyo texto estaba redactado en español y en chino. Al firmar el contrato, el individuo quedaba detenido, o más bien, encarcelado en el barracón en espera de la llegada del buque que lo conduciría a América. Luego de la firma no había marcha atrás.

Los chinos eran transportados en embarcaciones abarrotadas, tal como se hacía con los africanos. Se mantenían desnudos durante todo el viaje para que no se les dañara la ropa. Al llegar a su destino se les bañaba, afeitaba la cabeza y se les ponían sus trajes de algodón, de forma que se vieran presentables ante los hacendados que los contratarían.[12]

La travesía tenía un promedio de cuatro a cinco meses de duración, y en ocasiones más tiempo. Todo dependía de los vientos y de los problemas que surgieran en el camino. Muchos chinos morían de hambre, sed y enfermedades; unos eran asesinados y otros, a causa de la desesperación por el trato recibido, se suicidaban. De 1853 a 1860, de un total de 56,335 chinos embarcados rumbo a La Habana, murieron unos 8,159 en travesía, un 15 por ciento, según las cifras oficiales. Son muchas también las historias sobre los motines que los chinos llevaban a bordo; en los que, en ocasiones, morían todos.[13]

A su llegada a Cuba, el cargamento humano recibía la inspección de un médico para comprobar que los individuos estuviesen libres de enfermedades contagiosas. De lo contrario, se les mantenía en cuarentena en el mismo barco. El médico cobraba 5 reales por cada chino, o sea, unos 300 reales por buque. Además, recibía una regalía extra de los importadores si declaraba al navío libre de epidemias. De más está decir que eso era un incentivo para que la inspección no pasara de ser una simple formalidad.

Al desembarcar, los chinos pasaban a los barracones, donde antes se depositaban a los negros bozales. Juan Pérez de la Riva destaca que, para 1859, el barracón-mercado había sido trasladado a la barriada aristocrática del Cerro, lugar de residencia veraniega de los hacendados acaudalados. Así coexistían las “cuarterías” junto a las lujosas mansiones de La Habana. Algunos barracones contaban con su propia enfermería, para poder controlar la calidad del “producto” y asegurar la inversión económica, pues “…el culí era un animal valioso, cuya muerte representaba para el asentista una pérdida importante”.[14]

Los chinos importados no podían ser vendidos, pues legalmente no eran esclavos, sino hombres libres. Lo que se vendía entonces era la llamada “contrata”, o sea, los derechos sobre el contrato que el inmigrante firmaba antes de embarcarse. Los colonos chinos que llegaron en el primer embarque experimental de 1847 habían firmado el contrato típico que los ingleses imponían a sus trabajadores chinos o indios orientales. Los productores azucareros criollos no estuvieron de acuerdo con algunas de sus cláusulas, por lo que cuando se reanudó definitivamente el comercio de chinos en 1853, se le introdujeron al documento ciertas modificaciones.

Como ya mencionáramos, el largo viaje por el Pacífico arrebataba muchas vidas. Los que sobrevivían se enfrentarían a su llegada a las mismas condiciones de vivienda, vestimenta y alimentación de los esclavos. Compartirían, unos y otros, el abuso y la explotación del ingenio. Franklin Knight asegura que el trabajo de los chinos en Cuba durante el siglo 19 era una verdadera esclavitud en todos los aspectos sociales, menos en el nombre que recibía.[15] Para comprender la aseveración de Knight es preciso analizar algunas cláusulas de los contratos que los chinos firmaban para trabajar en Cuba.

Según Moreno Fraginals, el contrato obligaba al trabajador chino, desde su llegada, a desempeñar cualquier clase de tareas asignadas en los ingenios o fincas y a cumplir con la jornada diaria establecida. El problema radicaba en que la mayoría de los contratos no especificaban la extensión de la jornada, por lo que el trabajador quedaba sometido a la voluntad del patrono. El autor asegura que fueron muchos los hacendados que, en tiempo de zafra, obligaban a los trabajadores chinos a cumplir la misma jornada de 18 horas diarias asignada a los esclavos negros.

Otra cláusula importante era el tiempo de vigencia del contrato, que por lo general alcanzaba hasta 8 años. Durante ese tiempo el trabajador no podía ausentarse de la Isla ni negarse a cumplir sus faenas. Al compararse con otros grupos de trabajadores no negros –gallegos, catalanes, indios yucatecos– los chinos tenían los contratos más largos. La excepción eran los “africanos libres”, cuyos contratos podían extenderse hasta 14 años. Al finalizar el contrato, si el trabajador tenía alguna deuda con el patrono, entonces tenía que seguir trabajando hasta pagarla en su totalidad.

Al culminar el término estipulado, el trabajador chino podía permanecer en Cuba o regresar a su país de origen, según las especificaciones de la siguiente cláusula final:

“Quedo impuesto en que terminado el tiempo de mi empeño como trabajador no podré permanecer en la isla de Cuba sino contratado de nuevo con el mismo carácter, como aprendiz de oficial, bajo la responsabilidad de un maestro o como destinado a la agricultura o criado doméstico, garantizado por mi amo, debiendo en otro caso salir de la isla de Cuba a mis expensas, consintiendo en ser apremiado a hacerlo a los dos meses de terminada mi contrata.”[16]

Salario y «beneficios»

El salario era otra de las condiciones que se estipulaban en el contrato. Las primeras expediciones ofrecieron a los trabajadores salarios de 3 pesos mensuales; a partir de 1853, se asignaron 4 pesos. Años más tarde el salario mensual de un chino llegó a aumentar, pero no superó los 7 pesos mensuales. Del salario chino se le descontaría un total de 14 pesos para pagar los gastos de su viaje hacia Cuba.

Nos dice Moreno Fraginals que el salario de los chinos siempre fue más bajo que el de otros trabajadores. En la misma época, el salario promedio de un trabajador libre no calificado, era de entre 18 a 22 pesos mensuales, mientras que el alquiler mensual de un esclavo negro podía fluctuar entre 20 a 25 pesos. Esta diferencia entre el salario promedio y el fijado en las contratas suscitó muchas protestas, por lo que se recomendó a los importadores añadir una cláusula especial:

“Yo, N.N., me conformo con el salario estipulado, aunque sé y me consta que es mucho mayor el que ganan los jornaleros libres en la Isla de Cuba; porque esta diferencia la juzgo compensada con las otras ventajas que ha de proporcionarme mi patrono, con las que aparecen en este contrato.”[17]

Las “otras ventajas”, además del salario, consistían en una manutención de una ración diaria (8 onzas de carne salada y 1½ libras de tubérculos) y dos mudas de ropa al año (dos pantalones, dos camisas, un chaquetón de lana, una frazada y un sombrero de paja). Moreno Fraginals explica que, básicamente, esta era la misma alimentación y vestimenta que recibían los negros esclavos.

En caso de enfermedad, al trabajador se le brindaría la misma asistencia médica y de enfermería que se les daba a los esclavos, llevada a cabo por individuos que no eran profesionales de la salud: las enfermeras eran esclavas y los “doctores” muchas veces eran jóvenes practicantes que aspiraban algún día convertirse en ayudantes de cirujanos. Si la enfermedad del chino pasaba de 8 días, se le suspendía el sueldo hasta que regresara a trabajar. Otra de las “ventajas” era la vivienda gratis. Según Knight, a los chinos se les permitía pernoctar en los barracones junto a los esclavos.[18]

Como hemos dicho anteriormente, los chinos no podían ser vendidos, sino contratados. Sin embargo, el proceso de contratación era sumamente parecido al de la venta de esclavos. Desde la travesía los chinos se organizaban por cuadrillas. Cada cuadrilla, que por lo general compartía una misma aldea de origen, escogía a su líder. Al momento de la llamada “venta de contrata” el comprador podía adquirir individuos o lotes completos.

La “mercancía” se presentaba limpia, con su cabeza rapada, a excepción de un mechón de cabello en la coronilla, y con vestidos tradicionales de la China. Los individuos se colocaban en doble fila, mientras eran mostrados por el vendedor, que siempre llevaba la “insignia usual de un mayoral de hacienda: un corto y flexible látigo”. El precio de un chino joven y sano podía oscilar entre 340 a 425 pesos, lo que resultaba más barato que un negro bozal, que en la misma época costaba entre 500 a 600 pesos, y en algunos casos más.[19]

Demografía

Entre 1853 y 1874, fueron importados a Cuba 124,835 culíes chinos, de los que 95,631 provenían de Macao. Hasta 1866, gran cantidad de chinos venían de Swatow, Amoy, Canton, Hong Kong, Saigon y Manila.[20] En 1861, había 34,834 chinos en Cuba, lo que constituía un 2.5% de la población total. En 1877, la cantidad se incrementó a 53,811, o sea, un 3% del total de la población. Como ejemplos de las proporciones entre chinos y negros podemos mencionar que, en 1877, el ingenio “Flor de Cuba” contaba con 409 negros y 170 chinos; el “San Martín” tenía 452 negros y 125 chinos; y el “Santa Susana”, 632 negros y 200 chinos.[21]

Un factor importante en la trata amarilla fue la desproporción demográfica en cuanto a géneros se refiere. Al igual que la trata negrera, se importaron más varones que mujeres. Sin embargo, en el caso de los chinos, la diferencia de géneros fue mucho más marcada. Contrario al caso de los esclavos negros, en donde la importación de mujeres servía el propósito de multiplicar la cantidad de mano de obra disponible; en el caso de los chinos, no existía ese interés entre los hacendados. Aunque cuando el trato a los trabajadores chinos era muy parecido al de un esclavo, legalmente los asiáticos eran hombres libres. Por tal razón, no tenía sentido importar mujeres para que se reprodujeran, pues ello no significaba un aumento en las ganancias del patrono. De todos modos, el trabajador chino no podía contraer matrimonio sin la autorización de su patrono.[22]

Según el Censo de 1861, la población china en Cuba era de 34,828 individuos, de los que solo 57 (o sea, un 0.17%) eran mujeres. En el Censo de 1877, la población china en la isla era de 40,327 individuos, con 66 mujeres solamente (0.16% del total). En 1887, la población china descendió a 28,752 personas, de las que solo 58 eran féminas (0.20% del total).[23] Con estos números no cabe duda que los trabajadores chinos constituyeron un renglón poblacional muy desproporcionado.

Condiciones, trato, justicia

Es interesante que los asiáticos contratados fueran considerados hombres libres, sin embargo, aparecían como parte de los inventarios de los ingenios. Así por ejemplo, se menciona que la Compañía General de Crédito Territorial Cubana, fundada por la familia Aldama, comprendía los ingenios de San Martín, Nueva Echevarría, Santísima Trinidad y Santa Susana, que inventariaban entre sus dotaciones 1,047 bueyes, 1,211 esclavos y 617 asiáticos.[24]

Muchos ingenios empleaban un grupo mixto de obreros: blancos asalariados, negros y pardos libres, siervos asiáticos y negros esclavos. El trabajo se dividía de forma jerárquica correspondiente a las divisiones raciales. Los puestos administrativos y las tareas que requerían mayores destrezas técnicas recaían en blancos; las tareas semidiestras se asignaban a los asiáticos; y los trabajos no diestros y manuales a los esclavos.[25] Esta división, sin embargo, no fue la norma, pues en la mayoría de las ocasiones los siervos chinos trabajaron hombro a hombro con los negros esclavos. Juan Pérez de la Riva resalta que el asiático, aunque legalmente fuese considerado como hombre libre, se convirtió:

“…en mercancía, en ‘cosa’, como el esclavo, mientras durase el tiempo de su enganche. Como consecuencia de esto, su situación material fue casi siempre peor que la del esclavo africano, pues como decían los ingleses, se cuida mejor el caballo propio que el alquilado.

(…)

Desde el principio, con un criterio muy propio del siglo XIX, el tratante lo consideró como mercancía sujeta a la especulación, el gobernante como materia ‘imponible’ y el patrono como máquina costosa cuya amortización debía lograrse en poco tiempo.”[26]

La Real Orden de 3 de julio de 1847 recomendaba que los nuevos colonos asiáticos fueran tratados según las exigencias de la religión y el humanismo; que se trajeran mujeres asiáticas; que se llevara a cabo un estudio sobre si debían mezclarse con los negros; y finalmente, que se nombrara a un protector de asiáticos, como existía en las Filipinas.[27]

De hecho, el trato a los trabajadores chinos no cambió; al contrario, eran muy explotados, y su condición se acercaba cada vez más a la del esclavo que a la del hombre libre. Entre 1850 y 1860, muchos asiáticos fueron contratados para laborar en minas de cobre financiadas por capitales internacionales. El mineral se extraía mediante explosiones de pólvora a unos mil pies de profundidad, donde la temperatura podía elevarse a 140º F. En estas condiciones trabajaban los chinos contratados, junto a esclavos negros, ambos grupos “totalmente en cueros”.[28]

De nada sirvió la Real Orden de 1847, pues encima de que no se cumplió como se estipulaba, dos años más tarde sus disposiciones serían suplantadas por una nueva orden que promovió más actitudes negativas del hacendado hacia el trabajador asiático. El 10 de abril de 1849, se impuso un reglamento en el que se autorizaba el castigo corporal a los trabajadores chinos. El reglamento se justificaba con el pretexto de que las condiciones a las que fuesen sometidos los asiáticos en América no serían peores que las que tenían en sus lugares de procedencia. El artículo 11 del reglamento decía textualmente:

“El colono que desobedezca la voz del superior, sea resistiéndose al trabajo, sea a cualquiera de sus obligaciones, podrá ser corregido con 12 cuerazos; si persiste, con 18 más, y si aún no entrase en la senda del deber se le pondrá un grillete y se le hará dormir en el cepo. Si pasados dos meses […] no diese muestras de enmienda […] se pondrá todo en conocimiento de la autoridad local para que llegue a la superior de esta isla. Si dos o más se resisten al trabajo […] el castigo será de 25 cuerazos y llevarán grilletes y dormirán en el cepo durante dos meses”[29]

El hacendado, acostumbrado a tratar con negros esclavos, “no se resignó a tratar al chino como libre, y por este reglamento lo condenó también a la esclavitud.”[30] Se debe destacar que los hacendados se asombraban de la reacción del chino cuando se le azotaba en público. Los trabajadores chinos tenían un sentido de la dignidad del cuerpo humano y de la justicia tan alto que el castigo corporal en público era la peor humillación que podían enfrentar. Ante esa situación buscaban un castigo por sustitución: si no podían matar a quien les había humillado, entonces optaban por el suicidio. Los reglamentos y leyes promulgadas después de 1854 prohibieron el castigo corporal, pero en la práctica siempre fueron letra muerta.[31]

Tal fue la explotación y el maltrato a los que fueron sometidos los trabajadores chinos, que muchos se rebelaron contra sus patronos. Unos escapaban de las haciendas para emplearse con hacendados que competían ilegalmente por la mano de obra, ofreciéndoles una mejor paga con un contrato falsificado. Otros tantos se perdían en los montes y terminaban en el depósito de cimarrones, administrado por la Real Junta de Fomento, en donde los asiáticos, “cuya tendencia a huir de sus amos era notoria”, eran enviados junto a los esclavos prófugos y capturados.

Al regresar con sus amos, los trabajadores chinos se enfrentaban a los mismos castigos de los negros: látigo, grillete, encarcelamiento. Además, debían reembolsar con trabajo los costos de su captura, lo que en muchas ocasiones aumentaba su esclavitud un año más. Si no se localizaba a su patrono, el trabajador chino podía ser obligado a trabajar en la construcción de caminos y otras obras públicas.[32]

El carácter atroz de la trata china parece que no afectaba a los hacendados, pues revestía una visión progresista. Aun los más liberales consideraban que era una forma excelente de “blanquear al país” y, a su vez, salvar la economía mediante la transformación del sistema esclavista en servidumbre contractual. Juan Pérez de la Riva resalta que:

“Bien es verdad que la opinión pública inglesa, mal informada, no sólo callaba sino que era favorable al tráfico de chinos. Abolicionistas sinceros como lord John Russell veían en la inmigración contratada un medio eficaz para luchar contra la trata y aun para liquidar la esclavitud de una manera gradual. A tres siglos de distancia cometían el mismo tremendo y generoso error del padre Las Casas.”[33]

Si cruel fue la trata china, injusta fue la reacción de los hacendados ante la culminación del término de los contratos de los primeros trabajadores chinos que llegaron a Cuba. Hubo muchos casos en los que el trabajador, con grandes sacrificios, lograba ahorrar los más de 400 pesos que debía pagar a su patrono por su liberación, y este no quería concedérsela.

Un ejemplo dramático es el primer caso llevado a juicio, donde el chino Pablo, del ingenio “Flor de Cuba” en Matanzas, luego de trabajar por 5 años, ahorró lo suficiente para pagar la deuda por la liberación de su contrato. Al entregar los 70 pesos que debía a su patrono, en vez de ser liberado, lo encarcelaron. Su patrono, Pablo Ignacio de Arrieta, alegaba que el chino se iría a trabajar para otro hacendado que se beneficiaría de la “educación y disciplina” que tantos esfuerzos le habían costado.

El caso se fue a juicio y, aunque inicialmente le dieron la razón al trabajador chino, luego se la revocaron. Se resolvió devolverlo al ingenio para que culminara los 8 años de su contrata, pero cuando el pobre trabajador se enteró, trató de degollarse. Ese intento de suicidio fue utilizado en su contra, estableciéndose su devolución al ingenio por su propio bien.[34] Definitivamente, esta decisión demuestra la visión esclavista que el sistema económico tenía sobre los trabajadores chinos.

En 1860, se promulgó un Real Decreto sobre Introducción de asiáticos y reglamento para su gobierno que no aportó grandes cambios a la situación de los chinos en Cuba. Delimitó las cuantías que el chino debía pagar a su patrono para poder ser liberado y restringió la solicitud de liberación para prohibir la misma durante período de zafra. También estableció que si el trabajador liberado no regresaba a su país de origen antes de cumplir dos meses se convertiría en esclavo perpetuo del Estado, obligado a trabajar en obras públicas.[35]

A pesar de todas estas injusticias, las autoridades españolas aseguraban que el chino era un hombre libre y lo colocaban jurídicamente como inferior al blanco, pero superior al negro. Incluso, prohibían la posibilidad de que pardos y negros libres adquirieran trabajadores chinos, porque la raza negra no debía tener a su servicio “otros individuos de razas superiores”. Así pues:

“el orden político y social en armonía con la naturaleza misma […] repugnan la dependencia disciplinaria de las razas superiores bajo el poderío de las inferiores.”[36]

Definitivamente, la existencia de un racismo más marcado en contra del negro no significó una mayor calidad de vida para el chino. Si tomamos en cuenta la casi nula inmigración de mujeres chinas, podemos inferir que los chinos terminaron en su gran mayoría mezclándose con mulatas y negras, pues las mujeres blancas de alta sociedad no estaban a su alcance. Knight destaca que en el siglo 19 la estructura de la sociedad cubana se había transformado, pues ya no se componía de dos razas. En el tope estaban los grupos de blancos; en el estrato intermedio, los negros y pardos libres, a los que ahora se les sumaban los trabajadores asiáticos; en la base se encontraban los esclavos. Luego de la abolición de la esclavitud, los asiáticos se sumaron a la base de la sociedad, pues a pesar de la diferencia en el color de su piel, seguían siendo un grupo desposeído, mal remunerado y explotado.[37]

Aportaciones de los chinos

La aportación de los chinos a la economía cubana se manifestó desde su llegada. Primero, ayudaron a sostener y reforzar un sistema esclavista que ya estaba a punto de colapsar. Luego, hubo trabajadores chinos que, habiendo cumplido con sus contratas, se autoemplearon como:

“…hortelanos, capaces de obtener mediante los milenarios sistemas de cultivo intensivo asiáticos, verduras de todo tipo y en gran volumen, en parcelas mínimas inmediatas a los mayores núcleos de población. Utilizando largas varas de cuyos extremos colgaban canastas desbordadas de hortalizas recién cortadas, estos frugales y laboriosos agricultores, ya dueños de sus destinos, recorrían las calles con paso ligero, vendiendo sus productos de puerta en puerta. Su aportación enriquecería en variedad y valor nutritivo la dieta tradicional heredada de los gustos españoles.”[38]

Hay que mencionar la participación de los chinos en las guerras de 1868 y 1895. Fueron parte del Ejército Liberador; entre ellos se destacaron el comandante José Bou y el capitán José Tolón, entre otros. José Martí elogió el patriotismo de los soldados chinos y su aportación a la lucha por la independencia de Cuba. La influencia de la cultura china también puede apreciarse en el habla, la literatura, las artes plásticas, y la cocina cubana, aportaciones que continúan generando gran interés entre estudiosos de diversas disciplinas.[39]

Para concluir deseamos reseñar el pensamiento de Moreno Fraginals sobre el impacto de la esclavitud amarilla en Cuba. El gran estudioso de la economía azucarera cubana asegura que:

“…la inmigración de chinos fue, después de la trata de negros, el aporte más serio que durante el siglo XIX se hiciera al mercado cubano de trabajo.

(…)

En ellos, los sacarócratas tuvieron a un obrero de jornal miserable que inició la gran transformación azucarera.”[40]

Como se ha podido comprobar, la inmigración de trabajadores chinos fue una manera de enfrentar el problema de escasez de mano esclava. Aunque legalmente fueron considerados hombres libres, las condiciones de vida a las que se enfrentaron estos trabajadores en las plantaciones cubanas fueron tan crueles como las sufridas por los esclavos africanos. Se puede asegurar que lo que ocurrió en Cuba durante la segunda mitad del siglo 19 no fue un cambio hacia un sistema de trabajo asalariado libre, sino una variante cromática –amarilla– dentro del mismo sistema esclavista.

Bibliografía

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Notas

[1] Manuel Moreno Fraginals, La historia como arma y otros estudios sobre esclavos, ingenios y plantaciones (Barcelona: Crítica, 1983), 118-119.

[2] Manuel Moreno Fraginals, El ingenio: Complejo económico social cubano del azúcar (Barcelona: Crítica, 2001), 252-261.

[3] Moreno Fraginals, La historia como arma…, 122-123.

[4] Ibíd., 125.

[5] Juan Pérez de la Riva, El barracón: Esclavitud y capitalismo en Cuba (Barcelona, Crítica, 1978), 90.

[6] Ramiro Guerra y Sánchez, J. Pérez, J. Remos, y E. Santovenia, Historia de la nación cubana (La Habana: Editorial Historia de la nación cubana, SA, 1952), Tomo IV, 331.

[7] Levi Marrero, Cuba: economía y sociedad (Madrid: Playor, 1985) Tomo IV, 336. [énfasis del autor]

[8] Pérez de la Riva, El barracón…, 92-93.

[9] Juan Hung Hui, Chinos en América (Madrid: Editorial MAPFRE, 1992), 77-79.

[10] Ibíd., 79-83.

[11] Juan Pérez de la Riva, Para la historia de las gentes sin historia (Barcelona: Ariel, 1976), 74.

[12] Ibíd., 83-89.

[13] Ibíd., 72-93.

[14] Pérez de la Riva, El barracón…, 107-108.

[15] Franklin W. Knight, Slave Society in Cuba during the Nineteenth Century (Madison, Milwaukee, & London: The University of Wisconsin Press, 1970), 71 y 119.

[16] Hung Hui, Óp. Cit., 84.

[17] Moreno Fraginals, La historia como arma…, 129.

[18] Knight, Óp. Cit., 117.

[19] Pérez de la Riva, El barracón…,108-110.

[20] Knight, Óp. Cit., 71.

[21] Eric Williams, From Columbus to Castro: The History of the Caribbean 1492-1969 (New York: Harper & Row, 1973), 349.

[22] Pérez de la Riva, El barracón…, 123.

[23] Andrew R. Wilson, The Chinese in the Caribbean (Princeton: Markus Wiener Publishers, 2004), 95.

[24] Marrero, Óp. Cit., 304.

[25] Knight, Óp. Cit., 69.

[26] Pérez de la Riva, Para la historia..., 15-16.

[27] Guerra y otros, Óp. Cit., 331.

[28] Marrero, Óp. Cit., 143-145.

[29] Pérez de la Riva, El barracón…, 113-115.

[30] Guerra y otros, Óp. Cit., 333-334.

[31] Pérez de la Riva, El barracón…, 115-117. Sobre las disposiciones del Real Decreto de 1854 véanse las páginas 120-126.

[32] Marrero, Óp. Cit., 336.  Ver también Pérez de la Riva, El barracón…, 118.

[33] Pérez de la Riva, Para la historia..., 43-44.

[34] Pérez de la Riva, El barracón…, 126-129.

[35] Ibíd., 132-134.

[36] Ibíd., 139.

[37] Knight, Óp. Cit., 85.

[38] Marrero, Óp. Cit., 218.

[39] Beatriz Varela, Lo chino en el habla cubana (Miami: Universal, 1980).

[40] Moreno Fraginals, El ingenio..., 261.